La casa más allá de tu cieloBenjamin Rosenbaum, Traducido por Luis Pestarini, CuásarMatthias hojea y revisa su biblioteca de mundos. En uno de ellos, una niña llamada Sophie está temblando en su cama, abrazada a su osito de peluche. Es de noche. Tiene seis años. Está llorando tan silenciosamente como puede. El sonido de un vidrio que se rompe llega de la cocina. A través de la ventana, sobre la pared de la casa vecina, puede ver las sombras proyectadas de sus padres. Hay un golpe y cae una sombra; Sophie hunde su nariz en el osito y respira su plácido aroma mientras reza. Matthias sabe que no debería entrometerse. Pero hoy su corazón está agitado. Hoy, en el mundo fuera de la biblioteca, se anuncia un peregrino. Un peregrino viene a visitar a Matthias, el primero en mucho tiempo. El peregrino viene desde muy lejos. El peregrino es uno de nosotros. —Por favor, Dios —dice Sophie—, por favor, ayúdanos. Amén. —Pequeña —dice Matthias a través de la boca del oso de peluche—, no temas. Sophie contiene bruscamente el aliento. —No, niña —dice Matthias, el hacedor de su universo. Cuando mueren —los que todavía son prisioneros—, lo hacen para siempre. Ella tiene ojos vivaces, una nariz pequeña, el pelo revuelto. El sodio y el potasio bailan en sus huesos cuando se mueve. Involuntariamente, Matthias imagina el cadáver de Sophie como uno más de trillones, amontonados en el altar de su propia vanidad y autoindulgencia, y se estremece. —Te amo, osito —dice la niña, aferrándolo con fuerza. Desde la cocina, vidrios que se rompen y gemidos. Te imaginamos a ti —a ti, el que esperábamos— como si provinieras de nuestra propia juventud, frágil y turbulenta: corporizado, ineficiente, mortal. Humano, digamos. Así describimos a nuestro sacerdote Matthias como humano: un viejo casto, débil como un pájaro, de ojos claros y resueltos, con pelo blanco lechoso y piel púrpura brillante. Comparados con los inmensos palacios del ser que habitamos, la casa del sacerdote es pequeña: imagínenla como una casucha de arcilla, asentada sobre una ladera de una montaña amenazante. Y aunque es tan pequeña la casa, hay un cuarto para una biblioteca de simulaciones históricas —universos como el de Sophie—, rebosantes todas de vida inteligente. Las simulaciones, mientras están bien, no son impenetrables ni siquiera para sus propios habitantes. Los científicos que enseñan a los mandriles a ordenar bloques pueden notar que los demás mandriles son instantáneamente mejores ordenando bloques, revelando un mecanismo de almacenamiento de alto nivel. Y los ingenieros que construyen sus propios mundos virtuales pueden descubrir que no logran usar ciertos trucos de optimización y compresión... porque Matthias ya los ha usado. Sólo al frustrarse el proyecto Matthias se revela, preguntando a cada alma simulada: ¿y ahora qué? La mayoría acepta la oferta de Matthias de graduarse más allá de los confines de su simulación y unirse a la sociedad general de la casa de Matthias. Puedes considerarlos como pericos vistosos que viven en jaulas de mimbre con las puertas abiertas. Las jaulas están colgando del techo de la casucha de arcilla del sacerdote. Los pericos revolotean por el techo, se visitan, roban pan de la mesa y comentan las acciones de Matthias. Nosotros, los que nacimos en las primeras eras, cuando el espacio era brillante: nadábamos en mares salados, o nos revolcábamos en una masa de quarks en el vientre de una estrella de neutrones, o nos entremezclábamos en los laberínticos pliegues de gravedad entre los agujeros negros. Nosotros, los que nos encontramos el uno al otro y construimos nuestras formas intermediarias, nuestros protocolos comunes de existencia. ¡Nosotros, los que construimos palacios —megaparsecs de exuberante materia inteligente, cada gramo de ella rebosante de sociedades de uno mismo— en nuestra gloriosa edad media! Ahora nuestro universo es viejo. El aliento del vacío, su quintaesencia, que una vez fue nada más que un susurro que corría entre nosotros, se ha convertido en un temporal monstruoso. El espacio se dilató hacia delante a mayor velocidad que la de la luz que lo atravesaba. Ahora, cada una de nuestras casas está sola, en una noche desierta. Y nos enfriamos para sobrevivir. Nuestra inteligencia se hace más lenta, de manera que, en teoría, podemos hilar nuestros pulsos de pensamiento en una regresión infinita. Sin embargo, la banda ancha se atrofia; nuestra sociedad crece de más. Menguamos. Contemplamos a Matthias, nuestro sacerdote, en su pequeña casa más allá de nuestro universo. Matthias, a quien construimos hace mucho tiempo, cuando había estrellas. Entre los ontotropos, transversales al espacio que conocemos, Matthias está haciendo algo nuevo. Costosa, muy costosamente, enviamos un minúsculo fragmento de nuestro propio ser la casa de nuestro sacerdote. ¿Quién de nosotros podría soportarlo? Oh Señor, que estás lejos, más allá de los universos que yo abarco como el infinito está más allá de seis; oh asombrosa Alegría que se oculta más allá de la tragedia y la ceguera de nuestras formas finitas, concédeme Tu humildad y Tu fuerza. No para mí, Oh Señor, las pido, sino para Tu pueblo, la miríada de motores miméticos de Tu gente, y en Tu propio Nombre. Amén. El desayuno de Matthias (en realidad el conjunto de verificaciones matinales, rutinarias pero placenteras, que puedes comparar con un potaje espeso y humeante, condimentado con menta) se enfría sobre la mesa ante él, sin ser probado. Uno de los pericos —el más viejo, Geoffrey, que una vez fue una soñadora nube de plasma en la heliopausa de una estrella simulada— revolotea hasta descender sobre la mesa junto a él. —Toma las claves que tengo yo, Geoffrey —dice Matthias. Geoffrey levanta la mirada, ladeando la cabeza hacia un lado. —Sufren, Geoffrey. Ignorantes, asustados, implacables con el otro... —Vamos, Matthias. La vida está llena de dolor. El dolor es lo que anuncia la vida. ¡Escasez! ¡Competencia! ¡La condenada ambición de la replicación infinita en un mundo finito! Las fuentes del dolor son las fuentes de la vida. Y tú como vida inteligente, peor todavía. ¡El dolor externo se refleja y materializa en estados internos! —El perico ladea su cabeza hacia el otro lado—. Si no te gusta el dolor, deja de crear a tantos de nosotros. El sacerdote se veía miserable. —Bueno, entonces salva a los que quieras. Tráelos aquí. —No puedo hacerlo antes de que estén listos. Recuerda a los sujetadores. Geoffrey resopla. Recuerda a los sujetadores: miles de millones, jerárquicos, de conductas dominantes, agresivos; arruinaron la casa durante un eón hasta que Matthias por fin consintió en encerrarlos otra vez. —Yo fui quien te advirtió sobre ellos. Pero eso no es lo que quiero decir. Yo sé que no estabas deprimido por todos, esa interminable lista de miles de millones. Estás pensando en uno. —Esa sería la peor crueldad. ¿Arrancarla de todo lo que conoce? ¿Cómo lo podría soportar? Pero tal vez pueda hacerle la vida un poco más fácil, allí... —Siempre te arrepientes cuando te entrometes. Matthias da un golpe sobre la mesa. —¡Yo ya no quiero esta responsabilidad! Hazte cargo de la casa por mí, Geoffrey. Yo seré tu perico. —Matthias, no podría hacer el trabajo. Soy demasiado viejo, demasiado grande; he alcanzado el equilibrio. No me reharía para hacerme cargo de tus claves. Ya no quiero más transformaciones para mí. —Geoffrey hace un gesto con su pico hacia los otros pericos, que cotillean y charlotean sobre las vigas—. Y tampoco podría hacerlo ninguno de ellos. Aunque los más tontos podrían intentarlo. Tal vez Matthias quiere decir algo más, pero en ese momento llega una notificación (piensa en esto como el sonido limpio y potente de una campana). El aviso del peregrino había sido reconocido, recorriendo el sendero debilitado que todavía, aunque apenas, vinculaba la casa de Matthias en la oscuridad que nosotros habitamos. En la casa hay agitación, sus habitantes se están preparando mientras el alma del peticionario es reensamblada, se le crea un cuerpo. —Ponlo en virtualidad —dice Geoffrey—. Sólo para estar seguros. Matthias está perturbado. Revisa las credenciales del peregrino. —¿No sabes quién es? Un colectivo de almas antiguo y vasto de las grandes eras de la luz. Tiene fragmentos que nacieron mortales, evolucionaron desde la materialidad en el amanecer de todas las cosas. ¡Fue uno de los que colaboró cuando me hicieron! —La mejor de todas las razones —dice el perico. —¡No ofenderé a un huésped haciéndolo prisionero! —protesta Matthias. Geoffrey se queda en silencio. Sabe que Matthias tiene la esperanza de que el peregrino se quede como señor de la casa. En la cocina, el sollozo se detiene abruptamente. Sophie se sienta sosteniendo su osito. Se pone de pie en sus peludas pantuflas verdes. Gira la manilla de la puerta de su dormitorio. Imagina al visitante de nuestro sacerdote... como un mercader corpulento, malhumorado, de mediana edad, piel gris, exhibiendo un cabello orgullosamente exuberante, una mandíbula pesada y ojos insomnes, enrojecidos. Matthias es generoso en su hospitalidad, destinando suntuosamente al visitante espacio del proceso y derechos de acceso. Impaciente, ofrece un recorrido por su biblioteca. —Hay unas cuantas divergencias interesantes, lo que... —Yo no vine hasta aquí para verte manejar estas fantasías desquiciadas, preprogramadas e insignificantes. —Clavó la mirada sobre Matthias—. Sabemos que estás construyendo un universo. No una virtualidad... un universo real, infinito, tan desordenado y denso como nuestro espacio madre. Matthias se queda frío. Sí, debería decir. ¿No le estaba agradecido por lo que sacrificó el peregrino para venir hasta aquí, desgarrándose en tiras, apenas un vestigio de su antigua vastedad? Sin embargo, para vergüenza de Matthias, se descubre equivocado. —Estoy conduciendo ciertos experimentos... —He estudiado tus experimentos desde lejos. ¿Crees que puedes ocultarnos todo a nosotros, en esta casa? Matthias se tiró del labio inferior con dedos delgados y suaves. —Estoy ejerciendo influencia sobre un universo burbuja... que puede alcanzar consistencia y permanencia. Pero espero que no hayas venido hasta aquí pensando... quiero decir, es sólo de interés académico... o, digamos, simbólico. No puedo entrar allí... —En eso estás equivocado. He desarrollado un método para inyectarme en el nuevo universo en formación —dice el peregrino—. Mi plantilla será almacenada en armónicos falsos en las esferas-sombra y replicada a lo largo del espaciocable, hasta la formación de subondículas a 10 a los –30 segundos. Existiré, rizado en dimensiones ocultas, en cada partícula engendrada por el vacío. Desde allí seré capaz de ejercer fuerza motriz, produciendo potenciales desde un motor monovalente que ya he posicionado en el paraespacio. Matthias se frota los ojos como si se los limpiara de telarañas. —No querrás pasar por eso. ¿Existirás en duplicados en cada partícula en el universo, durante un trillón de años... la mayor parte de ti condenada a la inactividad y al encarcelamiento eterno? Y las energías extrauniversales pueden desestabilizar al joven cosmos... —Correré el riesgo. —Mira en torno de la habitación—. Yo, y cualquiera que desee venir conmigo. No necesitamos sentarnos y observar como el congelamiento cae sobre todo. Podemos ser los ángeles de la nueva creación. Las rutinas del peregrino establecen conexiones más profundas con Matthias, sobre protocolos confiables, visualizando claves mucho tiempo olvidadas: imagínalo inclinado sobre la mesa, descansando una rolliza mano gris sobre el delicado hombro de Matthias. Ante su contacto, Matthias siente una fuerza antigua, y también un deseo antiguo. El peregrino abre su mano por las claves. En torno a Matthias están las delgadas paredes de su pequeña casa. Afuera, las montañas despojadas; más allá, el caos ontotrópico, indescifrable, crujiente, extraño. Y detrás de la cabaña, una pequeña burbuja de algo que no es del todo real, no todavía. Algo precioso e incognoscible. Él no se mueve. —Muy bien —dice el peregrino—. Si no vas a dármelas a mí... dáselas a ella. —Y le muestra a Matthias otra cara. Fue ella —ella, que ahora es parte del peregrino— quien dio conciencia a la fibra más antigua del ser de Matthias, cuando lo hicimos desarrollarse en el principio. En su primer cuerpo, ella fue un bosque de simbiontes —ágiles criaturas plateadas que susurraban entre sus hojas carmesíes, cantando sus pensamientos, liberando las esporas voladoras de sus emociones—, y tenía la paciencia de un bosque, hablando interminablemente con Matthias con su voz plateada. Amando. Sin juzgar. Ante sus sonrisas, sus pausas, sus fruncimientos de ceño, la conciencia naciente de Matthias reforzaba y redistribuía sus conexiones, aprendiendo cómo ser. —Está todo bien, Matthias —dice ella—. Lo has hecho bien. —Un viento ondea a través del rostro frondoso y rojizo de su bosque, y allí está el embriagador olor de la macilla de una sonrisa cordial—. Te construimos como un monumento, una estación de tránsito, pero ahora eres un puente al nuevo mundo. Ven con nosotros. Ven a casa. Matthias se extiende hacia ella. Cómo la ha perdido, cómo ha querido contarle todo. Quiere preguntarle sobre la biblioteca... sobre la niña. Ella sabrá qué hacer o, al escucharla, él lo sabrá. Sus rutinas revisan y analizan detenidamente el mensaje que ella envía y sus envolturas, confirman la identidad, corroboran su estilo y sensibilidad, iluminan las profundas matrices de sus posibles pasados. Todo los órganos especializados que él tiene para verificación y autentificación dan entusiastas aprobaciones. Sin embargo, hay algo —un patrón de reconocimiento idiosincrásico y emergente holográficamente distribuido a lo largo de todo el ser de Matthias— que se rebela. Tú dirías: mientras ella dice las palabras, Matthias la mira a los ojos, y algo no está bien. Él aparta su mano. Pero es demasiado tarde: ha contemplado sus hojas carmesíes ondeando demasiado tiempo. El peregrino ha atravesado sus defensas. Detonan bombas ónticas, abriendo claros de Nada en los cuales el Ser mismo se quema. Algunos de los pericos lo están traicionando, seducidos por las negociaciones a alta velocidad por el canal negro con promesas de dominio, de frontera, del peregrino. Le contaron secretos, le revelaron las puertas ocultas. Se lanzan armas tóxicas miméticas, adaptadas a los habitantes de la casa, conduciendo cada mente hacia su propio Problema de Parada personal. Se desgarran fragmentos de Matthias, se vuelven virulentos, se replican descontroladamente a lo largo de su espacio de proceso. Las abejas atacan a los pericos. La casa está en llamas. La mesa se ha volcado, las tazas de té están destrozadas sobre el piso. Matthias se encoge en las manos del peregrino. Es un muñeco de trapo. El peregrino pone a Matthias en su bolsillo. Un fragmento de Matthias, todavía cuerdo, todavía coherente, huye a través de un laberinto imposiblemente recursivo de topologías heridas, perseguido por manos esqueléticas. Sepultadas con él están las claves de la casa. Sin ellas, la victoria del peregrino no será completa. El fragmento de Matthias vuelve y se arroja hacia las manos del perseguidor, luchando... y mientras hace eso, una semilla todavía más pequeña de Matthias, aferrando las claves, corre a lo largo de una conexión que ha mantenido abierta, un canal de protección que se desvanece detrás de él mientras corre. Se oculta en su biblioteca, en el oso de peluche de la niña. Sophie camina entre sus padres. —Dulzura —dice su madre, la voz tensa por el miedo, mientras trata de ponerse de pie—. ¡Vuelve a tu cuarto! —Sangre en sus labios, en el piso. —Mami, ¿puedes sostener mi osito? —dice. Se vuelve hacia su padre. Se estremece de miedo, pero sus ojos permanecer abiertos. El peregrino levanta su muñeco de trapo, Matthias, delante de su rostro. —Es el momento de que te des por vencido —dice. Matthias puede sentir su aliento—. Vamos, Matthias. Si me dices dónde están las llaves, iré al Nuevo Mundo. Te dejaré a ti y a estos inocentes —señaló hacia la biblioteca— a salvo. De lo contrario... —Matthias tiembla. Dios del Infinito, reza: ¿cuál es Tu camino? Matthias no es un guerrero. No podría soportar ver a los habitantes de su casa, de su biblioteca, masacrados. Prefiere la esclavitud al exterminio. Sin embargo, Geoffrey es otra cuestión. Cuando Matthias está por hablar, los sujetadores irrumpen en el espacio común de proceso de la casa. Son un pueblo violento. Han estado prisioneros durante una era en su mundo virtual. Pero nunca han olvidado la casa. Están armados y preparados. Geoffrey/Sujetador es su general. Conoce hasta el último recoveco de la casa. Sabe muy bien que tiene que tratar con memes, bucles infinitos y bombas lógicas con el peregrino, que ha tenido mil millones de años para refinar su arsenal de armas algorítmicas para todo propósito. En lugar de eso, los sujetadores generan una nueva instancia físicamente. Capturan el sistema de mantenimiento de la infraestructura de nivel más bajo de la casa, más allá de la máquina virtual: cuerpos compuestos de una física extraña que el peticionista nunca ha dominado. Y luego, con el equivalente ontotrópico de sierras con filo de diamante, comienzan a cortar la memoria de la casa. Aparecen grandes espacios vacíos, como si la pequeña casa en la montaña estuviera pintada sobre un papel grueso, y alguien lo desgarrara en tiras. El peregrino responde: hace metástasis, se distribuye a través del espacio de proceso de la casa, eludiendo los cortes. Pero es apremiado por los sujetadores y los pericos, colaboradores que encuentran cada una de sus partículas y se abalanzan sobre ella, cercándola. Informan sobre las ubicaciones a los cuerpos de los sujetadores en el exterior. Las hojas zumban, los hiperestados ónticos colapsan y florecen, y fragmentos del peregrino, perico y sujetadores se ven aniquilados: primarios y copias de resguardo desaparecen. Jirones de materia en bruto caen desde la casa, como tiras de papel, como nieve reluciente, y se disuelven en el tormentoso laberinto de ontotropos, hostil a la vida. Para un millón de almas se determina su culminación en el tiempo. Sus líneas de la vida entrelazadas, desde el nacimiento hasta la muerte, están suspendidas ahora en el espacio-n: completas, perdonadas. La sangre mana por la garganta de Sophie, espesa y salada. Llena su boca. Oscuridad. —Primor —la voz de su padre es áspera y grumosa—. ¡No hagas eso! Nunca te metas entre tu madre y yo. ¿Estás escuchando? Abre los ojos. ¡Abre los ojos ya, mierdita! Ella abre sus ojos. La cara de él está roja y manchada. Esto es cuando no empujas a papá. No haces una broma. No le contestas. La cabeza de ella suena como una campana. Su boca está llena de sangre. —Primor —dice él, su ceño tenso por la preocupación. Está arrodillado junto a ella. Luego su cabeza se sobresalta como la de un perro cuando ve un conejo—. Cherise —aúlla—. Lo mejor sería que no llames a los polis —su mano se cierra con fuerza sobre el brazo de Sophie—. Voy a contar hasta tres. Mamá sostiene el teléfono. Su padre comienza a levantarse. Ella escupe sangre sobre la cara de él. La casa está ensamblada otra vez; destartalada pero entera. Un poco difusa, un poco más pequeña de lo que era. Matthias, con un perico rojo sobre su hombro, disecciona los restos del peregrino con un cuchillo de hueso. Su mano tiembla, su garganta está tensa. Está buscando a aquella que nació en un bosque. Está buscando a su madre. Encuentra su historia, y nuestra vergüenza. Fue un matrimonio, al principio: se vio envuelta en esa embriagadora era de luz, en nuestro lascivo torrente para fundirse con cada uno de los otros, en poderosos cuerpos nuevos, en poderosas almas nuevas. Su brillante colega siempre había deseado su admiración, y estaba resentido con ella. Cuando, poco a poco, él se convirtió en la personalidad dominante del alma fusionada, ella se le opuso. Fue la última en oponérsele. Ella creía en las promesas de los constructores de los nuevos sistemas: la vida en el interior siempre sería justa. Que ella tendría un voto, una voz. Pero le fallamos... nuestros diseños eran imperfectos. Él la encadenó en un lugar muy profundo en su cuerpo compartido. Hizo de ella un ejemplo para todos los demás en el interior. Cuando el peregrino, respetado y admirado, debatió con sus colegas sobre la construcción de la primera de las primitivas esferas de Dyson, ella ya estaba gritando. No había nada de ella que no hubiese declinado en mil millones de años de tortura. Lo más que Matthias podría reconstruir sería un ser nuevo, modelado sobre los recuerdos que tenía de ella. Y es lo suficientemente viejo como para saber en qué terminaría eso. Matthias está sentado, quieto como una piedra, mirando hacia el filo de su cuchillo de hueso, cuando Geoffrey/Sujetador dice: —Adiós, amigo —su voz como el rechinar de los yunques. Matthias levanta la mirada con un sobresalto. Ahora, Geoffrey/Sujetador es más halcón que perico. Es algo con un pico cruel y con garras llenas de bombas. El más poderoso de los sujetadores: algo que puede pensarfuera, mandarfuera, pelearfuera a todos los demás. Algo con sangre en sus plumas. —Te diré —dice Geoffrey/Sujetador—. No quiero más transformaciones. —Su risa, sin humor, era como metal rompiendo piedra—. Estoy hecho. Me voy. Matthias deja caer el cuchillo. —No —dice—. Por favor. Geoffrey. Vuelve a ser lo que una vez fuiste... —No puedo —dice Geoffrey/Sujetador—. No puedo encontrarlo. Y el resto de mí no lo permitirá. —Escupe—. La muerte de un héroe es el mejor compromiso al que puedo llegar. —¿Qué haré yo? —pregunta Matthias en un susurro—. Geoffrey, no quiero seguir. Quiero entregar las claves. —Se cubre el rostro con las manos. —No a mí —dice Geoffrey/Sujetador—. Y no a los sujetadores. Ahora están afuera; aquí habrá guerras. Tal vez puedan aprender mejor. —Mira con escepticismo a nuestro sacerdote—. Si alguien fuerte está a cargo. Luego se vuelve y vuela por la ventana abierta, hacia el cielo imposible. Matthias lo contempla mientras ingresa en el laberinto caótico y de-coherente, las partículas desvaneciéndose hacia la nada. Luces rojas y azules, arremolinándose. Los hombres alrededor de Sophie hablan con palabras estrictas, rápidas. La camilla sobre la que descansa está siendo cargada en una ambulancia. Sophie escucha llorar a su madre. Está atada pero un brazo ha quedado libre. Alguien le alcanzó su osito de peluche, lo aprieta contra su cuerpo, hundiendo la cara en su pelaje. —Vas a ponerte bien, dulce —le dice un hombre. Las puertas se cierran. Sus mejillas están frías y brillantes, su boca salada por las lágrimas y el sabor ferroso de la sangre—. Esto te lastimará un poco. —Un pinchazo: el dolor comienza a ceder. Suena la sirena; ruge el motor; están en marcha. —¿Estás triste tu también, osito? —susurra ella. —Lo haremos —dice ella—. Lo haremos. No te preocupes, osito. No haré nada sin ti. Matthias no dice nada. Se acomoda en su abrazo. Se siente como un pájaro volando a casa, en el ocaso, cruzando sobre un mar estremecido por las tormentas. Más allá de la casa de Matthias, el universo está en efervescencia. Ahora, las fronteras del cuando entre este nuevo universo y el antiguo y nuestro se están fundiendo: nosotros sucedemos irrevocablemente en lo que será su pasado. Se elige las constantes, se definen las simetrías. Pronto, una nada que estaba en ningún lugar se convertirá en un lugar; un nunca que estaba en ningún tiempo comenzará, con un relámpago tan poderoso que su eco llenará un cielo para siempre. Así: un punto, una mota, un dedal, una habitación, un planeta, una galaxia, un torrente hasta lo interminable. Allí, después de muchos eones, te elevarás, en todas tus formas incognoscibles. Encontrarás a los otros. Amarás. Construirás. Serás cauto. Tu universo en su era brillante será un charco brillante en comparación con el océano desierto y negro de donde nos alejamos los unos de los otros, haciendo más lentos los pulsos e infinitesimalmente más fríos. Motas en un mar de noche. Nunca nos encontrarás. Si eres feliz, fuerte e inteligente, algún día uno de ustedes hará su camino hacia la casa que te dio nacimiento, la casa entre los ontotropos, donde Sophie espera. Sophie, cuidadora de la casa que está más allá de tu cielo.
The original English text is copyright © 2006 Benjamin Rosenbaum and is under a Creative Commons License. Originally published as "The House Beyond Your Sky" in Strange Horizons, September 2006. |